A sus 49 años, Jéssica Poza donó sus células madre sanguíneas. Antes de hacerlo conversó con sus seis hijos y descubrió que los dolores del proceso los podía controlar al nadar. Siempre quiso hacer algo importante por otra persona antes de morir y dice que, con este proceso, ya lo logró.
Por Tomás Basaure E.
Jéssica Poza dice que siempre ha ido por la vida tratando de ayudar a los demás sin esperar algo a cambio. Dueña de una mini pyme dedicada a la gastronomía alemana y chilena, estaba haciendo empanadas cuando la llamaron. Motivada por su filosofía de vida, a su respuesta se sumó una herida familiar. “La base fundamental de esta donación es porque mi abuela materna murió de leucemia. En ese tiempo no había los avances tecnológicos de ahora para poder salvarla y fue ese mi motor principal”, asegura.
Frente a su decisión algunas personas la tildaron de loca, le decían que “porqué hacía eso si no iba a recibir algo a cambio”. Para Jéssica no era así: “Yo estoy recibiendo algo a cambio: cariño. Porque si das cariño, recibes cariño”. Repite que su familia también le dijo que estaba loca y se ríe. “Por desconocimiento pensaban que esto iba a traerme una consecuencia fatal y no, para nada”, cuenta. “Cuando mi familia me vio ya determinada a seguir los procesos, lloraron todos conmigo. Estaban contentos, menos uno que estaba un poco reticente porque tenía miedo a que me pasara algo. Pero están todos bien”.
Como antes de toda donación por aféresis, Jéssica tuvo que aplicarse unas inyecciones en el abdomen para que las células madres de la médula ósea circulen en el torrente sanguíneo. Se las puso ella misma, porque ya sabía cómo pincharse. “Sentí molestias, no voy a mentir, musculares, como si tuvieras una gripe muy fuerte, pero nada que tú no puedas controlar”, reconoce. En lugar de pastillas, su método fue nadar para disipar el dolor.
Durante las horas que estuvo conectada a la máquina, a veces sintió “un hormigueo por la pérdida de calcio, que me iban reponiendo enseguida. No sentí cansancio, ni una molestia aparte, nada”. Jéssica se siente bastante resistente al dolor, pero, independiente de los que haya podido experimentar, dice que el objetivo es lo más importante. “Todo lo que haya pasado en este proceso, el fin está más que recompensado”, cuenta.
Jéssica nunca imaginó a la persona que recibiría sus células, “solamente tenía visionada a una persona que no tenía expectativas de vida y eso me apretaba el corazón mucho”. Ahora sabe que fue una mujer, latinoamericana, entre los 25 y 30 años. “Siento que uno no puede pasar por la vida sin hacer nada por alguien. No quería morir sin haber dejado una huella y esa huella ya está”, afirma Jéssica a sus 49 años.
Tal como ella dejó su huella, dos de sus seis hijos se registrarán como donantes. “Esta es la mejor manera de crecer como ser humano”, reconoce y agrega: “Los chicos tienen células nuevitas, así que son ellos los más aptos para poder entregarles a otros niños de su misma edad”. A las madres que dudan entregarles apoyo a sus hijos les pide que “se pongan en el lugar de las que tienen hijos de 19 o 20 años, que quizás están pasando por un cáncer y no tienen expectativas de vida”.
“Todos tenemos la certeza de que al nacer vamos a morir. ¿Cuándo? No sabemos. Pero cuando Dios me llame a descanso, sé que voy a vivir en otra persona, mi vida va a seguir ahí y eso es lo que me hace feliz”, finaliza Jéssica. Como ella, hoy podrías dejar una huella. Te invitamos a registrarte como potencial donante.